Escrito del pintor Daniel García  para la Revista Bazar Americano.

 

Sin dudas Bettina Bauer es una pintora realista. Si el término en su acepción común: representar fielmente la realidad, sin idealizarla. Sus motivos son reconocibles, simples, familiares. Pero también se puede decir que es realista en un sentido que, en cierta forma, se contrapone a ese, porque Bauer presenta la realidad de la propia pintura, colocando su materialidad en primer plano. Sus obras son así un conjunto de manchas, gruesas pinceladas, grumos e impastos en los que, a pesar de todo, reconocemos la representación de una realidad exterior. Una realidad verosímil.

Giorgio Vasari diferenciaba las obras del joven Tiziano, “realizadas con cierta finura y una diligencia increíble, para ser vistas de cerca y de lejos” de las pinturas de madurez, en las que Tiziano comenzó a utilizar una pincelada más suelta y expresiva y a terminar el cuadro con los dedos. “Realizadas a golpes de pincel y a base de manchas, no pueden verse de cerca, pero de lejos parecen perfectas” escribe Vasari: “Che da presso non si possono vedere”.

Esos “golpes de pincel” y esas “manchas” eran el modo de Tiziano de acercarse más a lo real, de alejarse de la representación detallada y meticulosa que reflejara el mundo exterior “como un espejo”, aspiración del primer Renacimiento, para dar una mayor sensación de realidad a sus pinturas, como un Frenhofer avant la lettre, reflejando una nueva forma de mirar. “Yo no veo aquí más que colores confusamente mezclados dentro de una multitud de líneas extrañas que forman un muro de pintura”, le hace decir Balzac a Poussin frente al último cuadro de Frenhofer, en La obra maestra desconocida. Ese “no poder ver” la obra de cerca, ese “muro de pintura” reflejan la pérdida de transparencia del medio, el quiebre de la ilusión de no estar viendo una pintura, sino aquello que la pintura representaba, y así, tener que reconocer su opacidad, su materialidad. Ese “muro” que de pronto se alza, esa irrupción de lo real que “no nos deja ver” lo representado, ese “caos de colores, de tonos, de matices indecisos, especie de niebla informe” (Balzac), esas manchas, esas pinceladas, esas marcas, pueden, mediante una suerte de cambio de enfoque. ser apreciadas por sí mismas y no necesariamente como un medio eficaz para la representación. Podemos encontrar en la opacidad del signo, como sucede con la caligrafía oriental, belleza, gracia y sentimiento.

Sucede como con esas figuras ambiguas, dobles, la joven-anciana, o el conejo-pato que menciona Wittgenstein en la segunda parte de sus investigaciones filosóficas, en las que, alternativamente puedo ver una u otra de las figuras. Vemos, en una constante oscilación, lo representado, pero también la pintura en sí misma, sus gestos, sus marcas, la cremosidad del óleo, el brillo del acrílico, las transparencias de la acuarela.

Con esos trazos expresivos, con esas manchas, Bauer pinta familias. Incluso cuando pinta personas solas, estas están en situaciones familiares, sociales. Compone también familias de obras de arte, y de objetos -curiosas familias de objetos, pero seguramente no más extrañas que las humanas. Pinta genealogías, tradiciones. No casualmente una de sus pinturas se titula como el suplemente de un periódico representado en ella: Mecanismo de la herencia.

La opacidad de la pintura amalgama y cohesiona esas familias representadas. Aire, agua, personas, objetos y obras de arte, todo está hecho de una misma materia, pastosa, fluída, vibrante, casi tallada a golpes de pincel, fijada en un momento azaroso de su transformación constante.